¿Existe la libertad como acostumbramos a concebirla, como
esa capacidad de decidir según nuestra voluntad más allá de cualquier cosa
fuera de nosotros? Escuchamos cada día acerca de la omnipotencia divina, de la
predestinación de todo acontecimiento y del Plan Cósmico, donde todo está ya
decidido y cada hecho ya sea trascendental o intrascendente está determinado
por una voluntad suprema que llamamos Dios o destino y a veces karma. Si
aceptamos esto ¿qué queda para nosotros? Si nuestra capacidad de discernimiento
es muy limitada y, si además, el resultado de cualquier cosa que hayamos
decidido ya estaba escrito en nuestra hoja cumplimentaría encarnacional,
entonces ¿por qué tenemos la noción de que vamos marcando nuestro camino a cada
paso y estos, a su vez, son producto de nuestra voluntad? ¿Qué sentido entonces
tendrían la inteligencia, la experiencia, el raciocinio, el concepto de bien y
mal que intuimos todo el tiempo? Nos encontramos ante un descomunal dilema:
somos libres de decidir y por lo tanto tenemos la capacidad de arbitrio, o se
trata sólo de una ilusión; y lo que sucedió, sucede y sucederá ha de sido, es y
será de esa manera más allá de todo pensamiento y de toda acción.
¿Qué razón tendría la encarnación si es inútil para
aprender? ¿Y cómo se aprende más si no es experimentando? Se ha dicho que “las
buenas decisiones son hijas de la experiencia, pero la experiencia es hija de
las malas”. Aceptemos que estamos aquí y que somos polvo de estrellas, semillas
sembradas en el agua, que es lo que más somos, y que al germinar provocan un
“darse cuenta” de su propia existencia, y a esto llamamos consciencia, la
percepción de que habitamos el mundo como entes independientes e inigualables
(“pues si tú y yo fuéramos iguales, uno de los dos no tendría que existir”).
Pero el agua se evapora y se une al fluido de la atmósfera y arrastra con ella
la planta que acogía y esta vuelve a ser polvo, aunque sea también de
estrellas. ¿Qué ha sido esto, un viaje sin propósito, un abandono transitorio
de lo sublime para luego volver a sublimarse sin más? Sería muy triste a la vez
que muy frustrante en un universo tan elegante, en que toda vibración es
relevante y aporta un ingrediente al todo sin desperdiciar ningún residuo.
Pero, si hay un Plan Maestro que todo lo rige, también los
atributos de la inteligencia y sus consecuencias prácticas como la competencia
para elegir son parte de un programa mayor que dicta un decreto y emite una
carta de libertad, efímera pero contundente. Algo hay que nos libra de la
esclavitud del sino y nos deja tomar este u otro sendero bajo nuestra propia
responsabilidad y recibir en carne propia, nunca mejor dicho, las consecuencias
de esa toma de decisión.
No hay imperfección en el absoluto, no hay bien ni mal,
negro ni blanco, sólo hay eternidad e infinitud, no hay tampoco carencias, es la abundancia sin límites, y nosotros
somos todo eso también, sin embargo habitamos un espacio estrecho dotado de una
consciencia, también estrecha, entonces, ¿para qué está encarcelado un segmento
de la mente cósmica en un recipiente finito y de pronta caducidad?; ¿quizás
para aprender de las carencias y así pulir la oxidada percepción de nuestra
existencia, o también para percatarnos de que padecemos una honda nostalgia de
lo intangible y añoramos un regreso aunque nuestra mente tantas veces nos diga
lo contrario?
Alguna razón ha de haber para que ostentemos esa capacidad
de vernos frente a frente con las disyuntivas cotidianas, para movernos en
todas direcciones, incluso a contracorriente, mediante el chispazo
de un impulso volitivo que liberamos desde lo profundo de la mente y que
desencadena una cascada de eventos cuyos resultados siempre tenemos que asumir
y que pueden hasta confundirnos. Por eso el alma que nos compone mantiene
encendida una veladora en la consciencia, un recuerdo que es símbolo del fuego
eterno, creador y transmutador, y a esta llama la llamamos personalidad, como
metáfora de que somos un segmento separado del universo, un trozo de vida
libre, aunque en realidad formamos cuerpo con él, y también nos inspira con la
certeza consciente de que tomamos decisiones haciendo uso de un derecho a la
libertad que viene incluido con la consciencia, con la condición misma de seres
encarnados. Así el libre albedrío sería una prueba de que nos anima una
condición divina; sería una diáfana muestra de voluntad creadora a la vez que
una promesa íntima de retorno a la Unidad Cósmica.